domingo, 22 de julio de 2012

Por el Fontán anduvimos


RAFAEL. el de Bilbao.




Apareció por el Fontán hacía los años cuarenta –finales de la década-, del siglo pasado. Trabajaba largas temporadas en la ciudad, en donde, incluso, estuvo afincado  durante un tiempo en una pensión en el Arco de los Zapatos. Solía estar auxiliado en su trabajo por una mujer de mediana edad y cumplida estatura. Buena moza.
Como buen bilbaíno de nacimiento, solía anunciarse como: Rafael, discípulo del más grande y popular charlatán Quinito. No sabemos nada de aquel, pero este, en relación a sus maneras de despacharse ante el corro, si nos atrevemos a asegurar que no tendría porqué envidiar a ninguno. Este chimbo, encaramado en la tarima, transcendía a paradigma del buen charlatán. Subastaba de manera complaciente. Con sencillez, con buen vozarrón, también con particular acento persuasivo. El tenderete, -algo parecido al retablo de las maravillas- lo instalaba, regularmente, al pie de las escuelas del Fontán, dejando la acera –por entonces- como paso libre. En su valija mercantil disponía de artículos de lo más variado; desde cuchillas de afeitar, peines de asta, medias de señora, collares, etc. 
Varón que andaría sobre la cincuentena o poco más; vestía correctamente, sin exagerar, y, siempre cubierto con la chapela distintiva de su tierra. Mantenía sincera amistad con personas residentes en el barrio, incluso, llegó a tener tertulia en establecimiento muy popular del entorno. Por el Fontán circuló este vendedor de calle durante algunos años. De su existencia posterior nada supimos. 


Cayo Fontán


                                                                          
  

lunes, 18 de junio de 2012

Por el Fontán anduvimos.



(2)   ANTÓN. Artesano de la reparación de cacharros y paraguas. 


Era sencillamente una institución, que en este caso podríamos decir que alcanzaría valor de símbolo. Vino nuestro hombre de tierras gallegas, concretamente de Los Peares (Orense). Llegó a Asturias en compañia de un hermano suyo, de profesión calderero y con el que aprende el oficio. No tenemos la certeza del año de su llegada, bien podría haber sido en el primer cuarto del s.XX.
Después de recorrer la provincia durante algún tiempo, decide afincarse en El Fontán, donde poco a poco comienza a ganarse la confianza por su buen hacer, bondad, simpatía y por su gran humanidad. Allí crea una familia, y de donde no iba a moverse hasta sus últimos días.
Antón el Paragüero 
El primer puesto que instaló en el Fontán, ocupaba un lugar en la calle Fierro, bajo los arcos, frente a comercio de telas "Casa Germán", que aún existe. Después de la guerra civil, y sin que sepamos la causa, se traslada con sus bártulos a la plaza Daoiz y Velarde, en lo soportales -sobre la tercera o cuarta columna- en la parte baja de la plaza.
Sentado sobre una especie de "banco-arcón" -donde guardaba su herramienta al final de la jornada-, sobre el que colocaba un cojín. Utilizaba una barra de hierro anclada en un tronco, que incorporaba en la parte superior una especie de yunque, sobre el que reparaba o remendaba cualquier tipo de menaje (cacharros); potas, cazos, sartenes, barreños, calderos y todo lo imaginable. También se empleaba con gran destreza en la reparación de paraguas.
Su imagen, inconfundible; de talla mas bien menuda, piel tostada, rostro arrugado por los años vividos, semblante sincero y risueño, una voz fina y su acento gallego que nunca perdió, pelo blanco, tocado siempre con boina negra y bata de color gris. Gran aficionado al fútbol en toda regla, sus equipos favoritos eran: primero el Stadium Ovetense, al que siguió desde su fundación, después el Real Oviedo, que tuvo origen de la fusión sabida. Estos eran los rasgos un tanto generales de Antón Rodríguez Pereira, que este era su nombre completo; hombre que vio pasar varias generaciones "fontaniegas", y esencia viva del mismo, tanto como el "cañu" o el mismo palacio de San Feliz. Todo un icono.


Cayo Fontán  



Por el Fontna anduvimos:











(1)
PEJERTO.   Maestro del vaciado


Sobre cuando llegó aquí este operario -que hoy alcanzaría categoría de autónomo-, nada podemos señalar. Cuando más concretamente le conocí era ya persona de cierta edad, y padre de varios hijos. Hablamos de los primeros años de la década de los veinte y ha de suponerse que viniera a Oviedo mucho antes.
Libre de titubeos, le recuerdo en el puesto que establecía en la calle de Fierro; primero por el arco cercano a la esquina de Daoiz y Velarde, al lado de Antón, arreglando paraguas y menajes diversos. Más tarde (después de la guerra civil de 1936, acaso), en la esquina contraria, la que da a la calle del Fontán. Allí estuvo hasta el cese de la actividad laboral.
Era un hombre de constitución enjuta, rostro descarnado y nariz en el limite de lo aguileño. Para trabajar usaba siempre gafas de cristales grandes. Vestía  permanentemente bata de color azul, de tela recia y cubría su cabeza con un sombrero de fieltro, de color negro. Calmado de modales, daba sensación de serenidad mientras trabajaba, y ello vino a darle aprecios sin limite entre los moradores del barrio.
Con el producto de su buen laborar, consiguió para el y los suyos una forma de vida suficiente, austera; digamos decorosa.
Pejerto López
Siempre fue el Fontán, algo así, como una sucursal mayor de la emigración hacia nuestra tierra del elemento galaico, integrado en el gremio de los vaciadores y demás oficios consustanciales. Por aquí solían  venir muchos manejadores del artilugio afilador y herramientas útiles, para la reparación del menaje cocinero. Algunos encontraron acomodo; PEJERTO LÓPEZ, encontró en la calle Fierro -arteria muy señera en el circular por el Fontán-, el rincón ad hoc para el despliegue de sus habilidades, y allí sentó sus reales. En su espcialidad no era el único en el Fontán, pero dos días de mercado semanal y la proximidad de dos plazas, de frutas y hortalizas y de carnes, generaban trabajo para todos.
En todo aquello radicaba la clave que le decidió a quedarse allí para lo que restaba de vida. Así nos parece.

Cayo Fontán.

sábado, 28 de enero de 2012






LOS JUEVES.

Los jueves era un día especial. Muy próximo a mí domicilio se instalaba cada semana el mercado semanal. Ese día, durante unas horas, era lugar donde se centraba el verdadero pálpito de la ciudad. Me encantaba observar; madrugaba par poder ver la ceremonia del montaje de los puestos ambulantes. La diversidad de olores que ibas percibiendo mientras caminabas entre el gentío; las verduras, la fruta, las dulzainas, los encurtidos, la fritura de churrería, chocolate, el alcohol; el especial olor del cuero de los aparejos para los animales, etc. Resultaban vitamínicos para mí. El murmullo, los gritos entrecruzados de los vociferantes vendedores hacían que su mensaje fuera ininteligible. Los loteros, los mendigos, los trileros y  timadores, que de todo existía.
Pero de aquel ambiente bullanguero, había algo que para mí sobresalía de lo demás. Eran los vendedores de soluciones imposibles. Divulgadores de inventos inverosímiles, alguno llegaba a anunciarse como propagandista universal. Eran los conocidos como “charlatanes”.  De entre estos, había uno que me resultaba fascinante, se hacía anunciar como: fakir Fachay. Personaje difícil de catalogar; vendedor multidisciplinar. Elaborador de todo tipo de ungüentos, brebajes, pócimas o tisanas, curadoras o aliviadoras de cualquier tipo de males y dolencias; desde verrugas, pasando por callos o hemorroides, incluso, prometía curar la tartamudez. De la misma manera dominaba todo los secretos de la fabricación de esencias y perfumes, que el mismo envasaba por medio de una pipeta ante el público en pequeños frascos en los que en diminuta letra proclamada: todo el mundo sabe que lo bueno viene en envase pequeño. Vestía adecuadamente para la ocasión; vistoso turbante rematado con un elegante camafeo, larga y cuidada barba, chaleco sin camisa y pantalones bombachos de raso y aparatosas babuchas, todo ello en deslumbrante colorido. Entre las demostraciones de sus milagreros productos, solía deleitar al público con extraordinarios números de ilusionismo, prestidigitación y fakirismo, así: adivinaba el porvenir de personas, hacia desaparecer objetos o bien introducía estiletes por las fosas nasales, comía cristales de bombilla, etc. Le auxiliaba en su trabajo una mujer que decía ser alemana, nunca supe si era su pareja.
Avanzada la mañana el mercado comenzaba a languidecer. La peña infantil de admiradores siempre nos quedábamos hasta el final. Fachay, se acercaba para deleitarnos con alguno de sus innumerables trucos, procurando siempre tener entre sus manos alguno de nosotros al que mostraba todo su afecto con caricias, roces y tocamientos, como preámbulo de los regalos que solía ofrecernos: caramelos, regaliz, chicles, etc.
Hasta bastante tiempo después, no fuimos conscientes de las intenciones, ni de la dependencia que tenía de aquella gratificante necesidad para el. Con la perspectiva del paso del tiempo, siempre recordé que aquel tipo podía haber incubado en un degenerado de mayores proporciones; psicópata, violador; quien  sabe. Nunca supe cual había sido su final.